Exposición: El Museo del Prado y los artistas contemporáneos - Museo de Bellas Artes de Bilbao

Finalizada

23-09-2014 • 12-01-2015

El Museo del Prado y los artistas contemporáneos

Sala 33

El Museo de Bellas Artes de Bilbao presenta esta exposición que, comisariada por Francisco Calvo Serraller, reúne 50 obras de 24 artistas de diferentes generaciones, estilos y técnicas que han entablado un íntimo y fructífero diálogo con el arte del pasado atesorado en el Museo del Prado.

La exposición ha sido realizada gracias a la colaboración de Japan Tobacco International (JTI) y producida por la Fundación Amigos del Museo del Prado.

La muestra pretende, por medio de la contemplación de las obras, convertirnos en fascinados oyentes de esta excepcional conversación: no es simplemente un diálogo entre artistas vivos y muertos, sino sobre lo vivo en el arte, se haga hoy o se hiciera ayer. Son creaciones que surgen de la estrecha relación personal que cada artista establece con las piezas del Museo del Prado. Resulta de gran interés comprobar cómo los grandes artistas no sólo aman y buscan las mismas cosas, sino cómo hablan y se entienden entre sí, haciendo uso de un mismo lenguaje, como compañeros a lo largo de los siglos de la historia del arte.

En el enfrentamiento entre el arte tradicional y el contemporáneo se ha dado la impresión de que la afirmación de una de las dos concepciones artísticas implicaba la negación de la otra. Hoy en día, la perspectiva histórica nos permite comprender que es posible, y necesario, establecer el diálogo que el arte del pasado y el actual mantienen sucesivamente, convirtiéndose así en renovadas obras con cada nueva generación.

La amplia nómina de artistas presentes en la muestra le otorga un carácter único: Andreu Alfaro, Eduardo Arroyo, Isabel Baquedano, Miquel Barceló, Carmen Calvo, Naia del Castillo, Eduardo Chillida, Cristina García Rodero, Ramón Gaya, Luis Gordillo, Cristina Iglesias, Carmen Laffón, Eva Lootz, Blanca Muñoz, Ouka Leele, Guillermo Pérez Villalta, Isabel Quintanilla, Albert Ràfols-Casamada, Manuel Rivera, Gerardo Rueda, Antonio Saura, Soledad Sevilla, Susana Solano y Gustavo Torner.

El apoyo a la exposición El Museo del Prado y los artistas contemporáneos pone de manifiesto el compromiso de Japan Tobacco International (JTI) con la difusión del arte en sus diferentes manifestaciones. De hecho, la colaboración de JTI con la Fundación Amigos del Museo del Prado, y ahora con el Museo de Bellas Artes de Bilbao, forma parte de un programa que se desarrolla en todos los países en los que la compañía está presente y que se dedica, entre otras iniciativas de carácter social, a la conservación del legado cultural, el apoyo al arte en sus diferentes manifestaciones y la promoción de la cultura japonesa.

 

El Museo del Prado y los artistas contemporáneos


Andreu Alfaro (Valencia, 1929-2012) elige para dialogar, de entre todas las obras del Museo del Prado, Las tres Gracias de Rubens, pintura en la que su autor, no solo sintetizó su personal alegría de vivir -dando a cada figura los rasgos de sus dos hermosísimas mujeres-, sino que plasmó, a través del desnudo femenino, una pagana acción de gracias por el placer de vivir. El escultor, que comparte la concepción sensualista, material y directa del goce vitalista del pintor flamenco, logra en sus grabados sintetizar la prodigiosa danza de las curvas de las Gracias por medio de líneas y volúmenes puros.

La obra de Eduardo Arroyo (Madrid, 1937) comenzó a inspirarse en el Museo del Prado cuando este lugar era un “islote de excepción” en el mediocre y represivo Madrid de su juventud. Treinta años después, veinte de los cuales transcurrieron en el exilio, el Prado volvió a inspirarle para realizar los grabados que forman parte de esta exposición. En ellos, el artista mantiene un diálogo vivo con las colecciones del museo, el cual da como fruto obras nuevas, que nacen de la combinación de los pensamientos que las pinturas a las que se enfrenta sugieren al artista, y la recreación de los fragmentos icónicos de esas mismas obras que considera más significativos.

Isabel Baquedano (Mendavia, Navarra, 1936) se ha fijado en Fra Angelico, a cuya Anunciación del Prado ha despojado de toda prolijidad, quedándose sólo con lo esencial: dos siluetas, en el caso de La Anunciación, encuadradas por una reducida escenografía arquitectónica y una simple sugerencia de paisaje; tres figuras, en el caso de Adán y Eva, los avergonzados desnudos de nuestros primeros padres y el ángel que los arroja al mundo. No cabe más retracción formal, pero tampoco más intensidad: cuatro trazos sabios que sirven para enunciar lo que se cree verdadero.

Miquel Barceló (Felanitx, Mallorca, 1957) en las colecciones del Museo del Prado no busca ni el prestigio, ni la memoria asépticamente conservada, sino la propia pintura, esa materia viscosa, de brillos aún no completamente apagados, esa materia empolvada que se resiste a convertirse en espíritu. El artista no penetra en el museo simplemente para adquirir sabiduría, sino para alimentarse. Barceló en sus grabados materializa el espíritu latente de esas obras maestras, compacta la historia y unifica el destino de la pintura por encima de épocas, estilos, países e individualidades, en cierto sentido, vuelve al gesto antiquísimo y soberano de quien toma la tierra entre sus manos y embadurna una pared.

Carmen Calvo (Valencia, 1950) toma como interlocutor al Goya de los cartones para tapices y en su reflexión sobre La maja y los embozados llama nuestra atención sobre el juego de miradas de los personajes, en el que ahonda superponiendo a la fotografía en negativo ojos de cristal que representan la mirada sobre la propia mirada. Y es la mirada lo que se esconde en su otra obra, en la que oculta los ojos de los personajes de El albañil herido a los que, sin embargo, observan monstruos de esos que engendra “el sueño de la razón”.

Naia del Castillo (Bilbao, 1975) condensa el tríptico de Santa Bárbara, de Robert Campin, en el reflejo de un espejo, emparejando a la santa con una joven de hoy, de tal modo que la convexidad especular sirve para agrandar tanto el espacio como el tiempo. En Eritis Sicut Dei, “Seréis como dioses”, la artista fotografía una medalla grabada con la expulsión del paraíso de la Anunciación, de Fra Angelico, sobre un desnudo busto femenino, oscurecido por una gasa negra transparente en una reflexión sobre el pecado y la redención, el sexo y la culpa.

Eduardo Chillida (San Sebastián, 1924-2002) fue degustador de la buena pintura, a cuya práctica se dedicó en momentos de intimidad personal, quizás para desfogar su habitualmente reprimida pasión por el color, pero, sobre todo, fue un privilegiado observador y experimentador del espacio. Es lógico, por tanto, que al enfrentarse a las obras del Museo del Prado fuera el espacio que habita en los cuadros lo que con mayor fuerza reclamara la atención del escultor. Chillida materializa en sus grabados el espacio pictórico, al que él atribuye la capacidad de dar cuerpo a la composición y de participar de manera activa en la configuración de los objetos.

Cristina García Rodero (Puertollano, Ciudad Real, 1949) ha fotografiado en el Prado la Ofrenda a Flora, de Juan Van der Hamen, y una reflectografía de la Sagrada Familia, llamada «la perla», de Rafael. Entre estas imágenes y nosotros se interponen los rostros, de frente uno y de perfil el otro, de dos visitantes del museo que se integran en los cuadros que les hacen de fondo. Con este súbito encuentro entre el arte y el documento, la fotógrafa nos emplaza a ir, no más allá de lo que vemos, sino más adentro de lo que somos.

"Entrar en el Prado -ha escrito Ramón Gaya (Murcia, 1910-Valencia, 2005)- es como bajar a una cueva profunda, en donde España esconde una especie de botín de sí misma, defendida de sí misma, la pintura española es real..."  Abrir la gruta y descender a la sustancia húmeda de lo real, a embeberse de la realidad, es lo que hace Gaya por medio de estos grabados que nacen de su profunda admiración al Museo del Prado. El pintor hace suyas las obras de Velázquez, a las que incluye en delicados bodegones, y representa al público en íntima compañía con los cuadros en el interior del propio museo.

Luis Gordillo (Sevilla, 1934) se construye a través de su pintura, diluyendo y reafirmando a través de ella su identidad personal. Para él, ser y vivir se implican de forma tan intensa y dramática que no debe extrañarnos que, quien practica y padece esta concepción del arte, mire el museo como una colección de vidas o momentos de la vida disecados. Gordillo se acerca a las obras del Museo del Prado como si fueran trozos de vida conservados artificialmente, pero, que, a diferencia de los seres embalsamados, dan la impresión de seguir viviendo y de poder ponerse a conversar tranquilamente con el sorprendido visitante del museo.

Cristina Iglesias (San Sebastián, 1956) ha elegido a Velázquez como interlocutor, en concreto sus vistas de la Villa Medici, cuya radiante apertura ella se ha encargado de ‘encelar’, un término que significa no sólo llamar la atención de alguien o de algo, sino hacerlo mediante su parcial ocultación. Reconstruye la obra velazqueña situando sobre un tapiz una celosía de esparto, generando un vacío intermedio por el que nos asomamos: abre el interior y cierra el exterior y, a la vez, logra abrir lo cerrado del arte y aligerar artísticamente el peso del pasado.

Carmen Laffón (Sevilla, 1934) dialoga aquí con su paisano Murillo recuperando de forma aislada dos fragmentos de El sueño del patricio Juan. Por un lado, el cestillo de labor, dejado como al desgaire sobre el suelo, junto al umbrío rincón de la derecha de la estancia y, por otro, el libro y el chal que reposan sobre la mesa, en el extremo opuesto. Con ello recrea dos exquisitos bodegones, pero sin perder el encanto del contrapeso de la composición ahora invisible en la que hasta las cosas se dejan caer, como adormecidas.

Eva Lootz (Viena, 1942) para su diálogo con el Prado se ha servido de un par de imágenes fotográficas de impresión digitalizada que representan una pareja de aves de corral. Las imágenes, plenas de color, recuerdan vivamente los bodegones de caza y de cocina del barroco pero, además, al sobreimpresionar sobre ellas de manera sutil la denominación de la cepa del virus de la gripe aviar, la artista nos hace pensar en lo que el hombre está haciendo con la naturaleza y las consecuencias que esto puede traer consigo.

Blanca Muñoz (Madrid, 1963) se ha fijado en las gorgueras, tan presentes en los retratos del Museo del Prado y que constituían un llamativo reclamo de luminosidad en medio del severo traje negro y servían como separación entre la espiritual testa y el resto más ‘animalizado’ del cuerpo. Gorguera I es de una estriación emplumada, cada una de cuyas lengüetas forman un collar sobre el que vibra un haz de radios metálicos parabólicos. Gorguera II, por su parte, es una rosquilla de bucles, cuyo perfil reticular, como de diminutas hojas entrecruzadas, burla las leyes de la perspectiva.

Ouka Leele (Madrid, 1957) mezcla la danza, el teatro, la música, la pintura y la fotografía, con la intención de romper, no ya los géneros, sino la separación entre la ficción del arte y la realidad. Frente a Las meninas, de Velázquez, y El juicio de Paris, de Rubens, la artista anima el cuadro dando vida a una de las figuras pintadas, por medio de una bailarina cuya acción replica con su movimiento el grávido estatismo de su modelo y lo interpreta adornando su cuerpo desnudo con un fetiche  significativo: el miriñaque o una interminable melena.

Guillermo Pérez Villalta (Tarifa, 1948) elige a Velázquez como interlocutor a la hora de dialogar con el arte del pasado y lo hace, no solo por considerarlo una de las cimas del arte de la pintura, sino porque, a su entender, el pintor sevillano ha sido quien más intensamente ha fondeado en la verdad de la pintura como consciente engaño capaz de iluminar o transparentar la verdad de lo real. Villalta, que ha definido el arte como “la proyección plástica del pensamiento humano”, y que cree que el fin del arte o es la sabiduría o no es nada, reflexiona en sus grabados sobre Velázquez, paradigma de haber alcanzado y expresado la sabiduría gracias al arte.

Isabel Quintanilla (Madrid, 1938) se inspira en Velázquez en La menina, en la que a una niña, con el rostro de una nieta de la artista, pero trasunto contemporáneo de la infanta  Margarita –que aparece aislada de todo oropel y compañía– se le ofrece un vulgar vaso de vidrio. Tanto en esta obra como en Bodegón, que está inspirado en los bodegones del Prado y muestra una clara filiación zurbaranesca, la artista recoge la sencillez y complejidad de dos trozos de vida, de dos trozos de tiempo, un mismo memento de la vida que transcurre.

Albert Ràfols-Casamada (Barcelona, 1923-2009) contempla los paisajes de la Villa Medici de Velázquez como la supeditación de lo anecdótico al aire pintable, o, si se quiere, la anécdota, lo narrativo, barrido por el aire, transformado en una pura incidencia pictórica. Lo que ve Ràfols en los paisajes del Prado, y lo que plasma en sus propios cuadros, es un orden capaz de armonizar espacio y tiempo, forma y luz. Tal vez sea esta la causa por la que, cuando contemplamos sus obras, nos parece sentir la fragancia de una atmósfera a la vez que las notas vibrantes -la musicalidad- del parpadeo luminoso, la expansión inquieta de la luz.

Manuel Rivera (Granada, 1928-Madrid, 1995), junto a sus compañeros de El Paso, en los primeros años de este grupo vanguardista, volvió su mirada al Museo del Prado, buscando no el prestigio, sino las señas de identidad, la estética y la ética de lo esencial de la sensibilidad artística española. Rivera supo ciertamente encontrar la clave de esa paleta española radical de blancos y negros en pintores como Zurbarán y Goya, en especial en este último, a quien realiza un sentido homenaje en estos grabados, por medio de la traslación bidimensional de sus características telas metálicas de extraordinaria sutileza.

Gerardo Rueda (Madrid, 1926-1996), en el Museo del Prado, posa su mirada en artistas que, como Mantegna, Fra Angelico, Bellini, Van der Weyden, Rafael o Zurbarán, no sacrifican en sus obras la regla a la emoción. Al igual que ellos, regula la emoción sin prescindir del sentimiento, esforzándose por transformarlo en una obra de arte que huye de lo obvio, lo enfático y lo superficial. Basándose en fragmentos pictóricos de inexplicable belleza, construye sus grabados sobre extrañas diagonales, que ponen espacios en pie, a la vez que desatan luces y tormentas, y crea geometrías atmosféricas de elegante y discreta belleza y profunda emotividad.

Antonio Saura (Huesca, 1930-Cuenca 1998), busca y halla en el Museo del Prado a sus ancestros monstruosos, no para regodearse, sino para afrontarlos enfrentándose a ellos. Recrea la obra de Velázquez o Goya por medio del gesto automático, puro cuerpo donde se encarna el deseo de cumplir el destino último de toda representación pictórica, la escritura de la carne. Sus grabados son el resultado del compulsivo accionar de quien traza una red para atrapar y dejar a buen recaudo la carne, aunque en este caso se trate de carne pintada. Esto es lo que hace de su arte una caza furtiva y peligrosa, una visión intolerable.

Soledad Sevilla (Valencia, 1944) elige la obra Hipómenes y Atalanta, de Guido Reni, que pone en paralelo a una fotografía que capta un instante de una verónica en la que la postura del torero corresponde a la de Hipómenes en el cuadro. Pero el paralelismo no es sólo formal, existe una similitud conceptual entre Hipómenes, que utiliza el engaño y unas manzanas de oro para ganar a la veloz Atalanta la carrera en la que está en juego su vida, y el torero, que utiliza el capote y su destreza para vencer la fuerza del toro y engañar a la muerte.

Susana Solano (Barcelona, 1946) descompone las obras del Museo del Prado en sus elementos esenciales: la forma, el color, la composición, y crea nítidas superficies, de afilados perfiles y compactos timbres cromáticos. Esta vibrante armonía de formas y colores desplegándose en el espacio, con un no sé qué de plantas acuáticas flotantes, nos remite a la quintaesencia de una sabiduría en el manejo del espacio amasada durante siglos por antiguos maestros que, como Susana Solano, han puesto sucesivamente todo su empeño en ahondar el plano y en aplanar lo profundo.

En la obra de Gustavo Torner (Cuenca, 1925) no existe un sistema apriorístico que fije de antemano el qué, el cómo y el porqué de lo que va a acontecer. Muy al contrario, en ella prevalece una disposición constante frente a posibles revelaciones. Con ese espíritu ingresa el artista en el Museo del Prado, dispuesto a mirar, expectante por lo que allí pueda ocurrir, en busca de la revelación. Revelación que en este caso se materializa en estos grabados, inspirados tanto en las obras del Museo del Prado como en el poema de san Juan de la Cruz La noche oscura, cuyos primeros y últimos versos llevan por título.




En la imagen:
Eduardo Arroyo
Vanitas, 1991
Aguatinta a la resina. Papel Michel de 240 g, 65 x 50 cm
Taller Mayor 28 por Ediciones Olé, Madrid
© De las reproducciones autorizadas. VEGAP, Madrid, 2012

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