Flora, la enana - Museo de Bellas Artes de Bilbao

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Flora, la enana

Larroque, Ángel

Bilbao, 06/09/1874 - Bilbao, 22/01/1961

Óleo sobre lienzo

145 x 89 cm

1904

Primer decenio de siglo XX

82/2423

Adquirido en 1934

A pesar de los diversos retratos de enanos e individuos más o menos deformes realizados por Velázquez, Juan de la Encina subrayó la línea directa que, a su juicio, existía entre esta enana larroqueña y otra pintura de Velázquez, pero que no es la referida a ningún bufón tarado o criadillo cortesano, sino a un filósofo, Esopo. A pesar de reconocer las obvias diferencias físicas de ambos retratados, el crítico de arte no precisó el motivo por el que establecía dicha relación. Sin embargo, no es difícil seguir su pensamiento: de una parte, el tema de los enanos le traía a Velázquez a la mente, pero, de otra, pensando ya en el artista sevillano, la cabeza de Flora le recordaba la de Esopo.

La gravedad majestosa y flemática, acompañada por unos rasgos levemente vacunos, blancuzcos y grasos, propia de carnes maceradas y blandas, de Esopo tiene cierta similitud con la actitud de Flora, pero sólo hasta cierto punto. Hay en los vidriosos ojos de Esopo una cierta mirada de desdénn y en su actitud una fatiga física, evidente en el modo de sujetar un libro con una mano, mientras esconde-descansa la otra entre los pliegues de su harapiento sayo a la altura de la cintura.

Flora es distinta. Es enana, pero no tiene facciones mongoloides. De hecho, su cara posee rasgos de inteligencia, pero también de melancólica resignación. Su mirada posee tensión prospectiva y tanto en el cuello, como en las mejillas y frente se siente una dureza nervuda y tersa, muy contraria a Esopo. De hecho, si no fuera por su cuerpo, mirando tan sólo la cabeza (en ambos casos, ladeada hacia la izquierda), se diría que Flora es una mujer de mediana edad absolutamente normal. A la vista de su despejada frente e inquisitivo mirar, uno no duda hallarse ante a una mujer plena y resuelta, no afectada por tipo alguno de anormalidad. Mientras los bobos y bufones de Velázquez expresan su deficiencia (mental y física) de un modo integral (excepto quizás Diego de Acedo, el Primo), esta Flora manifiesta una clara disociación entre lo que pueda ser su mente (contemplada a través de su cabeza) y lo que es su realidad (vista en su cuerpo).

Con Flora, Larroque desarrolló una metáfora sobre España y Castilla, sobre su pasado y su presente, tan del gusto de la mentalidad noventayochista. Una mujer de pueblo (Ledesma, vista a sus espaldas) conserva viva la memoria y el saber, heredado de un tiempo histórico pasado, en un tiempo presente empequeñecido y reducido a una pobreza sobrellevada con dignidad. Los dos objetos que porta, apretadamente, entre los dedos de sus manos confirman esta clave interpretativa: en la mano derecha, entre el pecho y el estómago, cerca del corazón, sostiene una llave, símbolo de lo protegido, lo importante conservado, lo valioso esencial, sea tanto el conocimiento como la riqueza, en suma, lo que debe ser transmitido a otros para el futuro. Flora es la guardiana no sólo de su pasado, sino de su pueblo también. La vasija de barro, en la otra mano, refuerza lo dicho (guardar, portar, conservar...) unido a la condición líquida de lo contenido en ella, el agua (también el vino, en otro sentido), esto es, la vida, con la carga melancólica de lo que fluye, no se detiene y está en constante movimiento.

La mujer, vestida pobremente, pero sin andrajos, lleva una falda granate cubierta por un delantal negro; sobre los hombros porta una toquilla de lana a cuadros, también negros y granates, cuyas puntas llegan hasta su cintura tras cruzarse sobre el pecho. Su figura ocupa totalmente el primer término ensombrecido. Tras ella, en la distancia media y remota, iluminado por el sol, las casas de un pueblo descienden por una suave ladera, originando un horizonte a media altura del cuadro; la mitad superior restante la ocupa un cielo azul cruzado por nubes de atardecer.

Juan de la Encina aprovechó esta pintura, dada la habitual mención a Ignacio Zuloaga ante su vista, para señalar que, precisamente, Larroque le superaba a Zuloaga en firmeza, distinción y conocimiento de la técnica de la pintura, siendo en suma una obra maestra por lo bien que define el pintor el carácter particular de Flora, y maestra por una ejecución insuperable. Alejada de los cortesanos y simpáticos enanos de Velázquez, tanto como de la mongoloide Mercedes zuloaguesca (una mujer monstruosa de los alrededores de Burdeos, retratada por Zuloaga en 1899 La enana doña Mercedes, Musée d'Orsay, París) y de El enano Gregorio el botero (1907, Museo del Ermitage, San Petersburgo, al que Flora precede en varios años), la mirada de Larroque sobre esta mujer tiene mucho más que ver con la piedad, la conmiseración y el humanismo de Manuel Losada al retratar sujetos marginales y físicamente deformes, carentes de grandilocuencia y vistos sin teatralidad, del Bilbao suburbial en torno a 1900. (Javier González de Durana)

Bibliografía seleccionada

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