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De promesa
Guiard, Adolfo
Bilbao, 10/04/1860 - Bilbao, 08/03/1916
Óleo sobre lienzo
108 x 159,5 cm
guiar (ángulo inferior derecho)
1894
Final de siglo XIX
08/232
Adquirido en 2008
Esta obra, fue pintada por Guiard en el pueblo vizcaíno de Murueta, en la carretera entre Gernika y Mundaka, donde residió durante un tiempo. El pintor hizo desde 1888 cuatro estancias largas fuera de Bilbao, en lugares rurales, buscando la concentración en el trabajo, lejos del acoso de sus amistades, y nuevos motivos pictóricos. Desde que fue realizada, o mejor dicho, desde el comienzo de su concepción, se consideró una obra de importancia singular, una culminación del trabajo de Guiard hasta el momento. Esta consideración se la ganó la obra no sólo por su calidad, sino también por su inusual formato. Refiriéndose a De promesa, Juan de la Encina escribió en 1918: Todo el arte de Guiard culmina y se resume en ella. El crítico supo describir con agudeza sus características y la llamó obra de silencio, de mansedumbre, recordando, sin embargo, que el pintor no había rehuido la verdad al dar testimonio de la decrepitud o la deformidad de sus personajes.
La escena se sitúa en la llanura que acoge las marismas de la ría de Mundaka, cerca de su desembocadura. Está recogido el serpenteo del agua, aunque el paisaje no se corresponde con la realidad, pues los montes son más bajos que los que se levantan en la zona, por lo que se crea una mayor sensación de lejanía y de vacío. El horizonte desciende en diagonal desde la derecha hasta el centro de la composición, configurando un gran triángulo que tiene eco en otros más pequeños formados por las colinas que se desarrollan en la mitad izquierda. La estructura del cuadro, sin embargo, se vertebra por los tres personajes que aparecen en él, un hombre, una anciana ambos sentados y una muchacha de pie, tres aldeanos vascos que descansan al borde del camino y se sitúan en el espacio formando un triángulo. Éste se hace más evidente gracias a la cesta ceremonial con dos candeleros cubiertos por un paño blanco que reposa en tierra frente a ellos, y tiene una perfecta continuidad hacia la derecha en las líneas del paisaje las montañas y los herbazales y rastrojos. El paraje transmite soledad y silencio, que el propio triángulo formado por los personajes agudiza señalando la longitud del camino, pues amplía el espacio virtualmente hacia la izquierda. La bruma luminosa que envuelva el humedal y lo hace blanquecino, contribuye a destacar el volumen de las figuras, de color más oscuro, aunque de tonos similares. En el paisaje aparecen, casi invisibles, algunos caseríos, y sólo un pequeño árbol, un manzano florido otros asoman en la lejanía en torno a la cabeza de la anciana, pero quedan casi absorbidos por las colinas del fondo se levanta a espaldas de la muchacha.
Ésta aparece como el personaje principal, tanto argumental como plásticamente. Su figura es la dibujada con más complejidad y manifiesta el mayor énfasis dramático. En primer lugar, su embarazo es el dato más significativo del cuadro. El hecho de permanecer de pie, la dota, además, de una especial tensión en contraste con el mayor reposo de los otros personajes, y transmite la sensación de que no encuentra postura que le alivie un profundo malestar derivado de su estado y agravado por la calima, el calor y la caminata. Los ritmos que Guiard impone a sus brazos, los arabescos del paraguas, y, sobre todo, la expresión en su rostro de abstraída amargura, describen perfectamente la desazón de la muchacha, que parece no tener luces suficientes para entender mínimamente la naturaleza y razones de su destino. La ternura con que el pintor aborda su drama no soslaya, como ya señalaba Juan de la Encina, la caracterización precisa de su fisonomía, en la que la mirada y el labio inferior ponen un sello de acendrada estulticia, que contradice la delicadeza de sus otros rasgos. El cuerpo, por otra parte, es desangelado y tosco, a pesar del exquisito dibujo con que lo describe el pintor. Algo quiso hacer éste en defensa del desvalido personaje, sin embargo, pues lo sitúa contiguo al árbol florido de hecho, se enlaza con él, impregnándolo así de un fuerte lirismo al relacionar metafóricamente la bella pujanza de la naturaleza con la maternidad, aunque sea la de una muchacha tan maltrecha y vulgar. El centro del grupo lo ocupa la anciana. Su cuerpo forma un bloque sólido, de perfil poco sinuoso, con forma de pirámide gracias al paraguas de la muchacha y al bastón del hombre, y resulta ser el bulto más compacto de los tres, lo que sirve compositivamente para dar anclaje y continuidad al triángulo y, de esa manera, señalar el eje existencial de la familia. La anciana entronizada está sumergida muy profundamente en sus pensamientos, y a través de sus ojos vivos demuestra ser el más lúcido de los tres personajes, el único que tiene conciencia de la situación. El juego cerrado que establece Guiard entre su mirada y sus manos, posadas sobre un misal, transmite toda una declaración de poder matriarcal, salvaguarda de las tradiciones y entereza ante la adversidad.
El hombre es la obviedad misma. Se ha detenido a descansar y hace lo que se debe hacer en estos casos: estirar las piernas, reposar los brazos y usar el pañuelo. Sirve a la composición, mediante su pierna derecha estirada, para darle vértice al triángulo, pero su drama es meramente físico un cierto cansancio, unas necesidades biológicas, y su huella espacial deriva de la más elemental capacidad motriz. Aunque sea una figura dinámica, como la de la muchacha, no transmite un drama interior. Medio oculto en el pañuelo, como si acostumbrara a esconder la realidad, su ensimismamiento no es profundo y melancólico, como el de la anciana, ni irritado como el de la muchacha. Es el producto de la falta de recursos reflexivos y de la carencia de dominio de las exigencias musculares.
El cansancio de un día húmedo y caluroso de primavera muy bien reflejado en la manera como la muchacha se ha retirado la mantilla, obliga a los tres, aunque probablemente más a la anciana, a reposar un tiempo al borde del camino. Pero la interpretación del cansancio como causa única de la pesadumbre que el grupo transmite, no parece suficiente a la vista de su intensidad. Es cierto que la lasitud y el silencio del momento hacen que se puedan oír los latidos del corazón, si bien sobre todo es el pensamiento el que se escucha, un pensamiento concreto, cerrado y triste, que pesa en los protagonistas más que el cansancio. Hay una presencia explícita de la muerte a través del cestillo, los candeleros y el paño blanco, que, como ajuar de la sepultura, es utilizado en el rito de los muertos. En los tiempos en que cada casa tenía una sepultura en la iglesia, al fallecer algún miembro de la misma, se colocaba sobre ella durante, al menos un año el llamado paño de sepultura (zamaua o eleizpañua) y el par de candeleros de cuatro patas paralelamente al uso de las tablillas de cera (argizaiola), pues la luz simbolizaba la guía en el camino al más allá y era elemento de unión entre los vivos y los muertos. Al cabo de ese tiempo, se retiraba el ajuar y se devolvía a la casa. Del cumplimiento y cuidado de este rito era responsable la dueña de la casa (etxekoandre), deber que, recogido en las capitulaciones matrimoniales, se transfería en vida de los padres junto con el gobierno del caserío. Cuando los enterramientos en el interior de las iglesias se prohibieron en el siglo XIX, las sepulturas pasaron a ser simbólicas, pero se mantuvieron los ritos funerarios que se realizaban sobre ellas.
Yendo más allá de la descripción naturalista y antropológica, ¿intentó crear el pintor una escena simbólica? La descripción una pareja de ancianos que se ha hecho de las dos figuras sentadas puede no ser todo lo exacta que a primera vista parece. El hombre no es de la misma edad que la anciana. Podría situarse en una edad madura que le permitiera ser su hijo. La muchacha podría ser hija del hombre o esposa, según una nada inusual diferencia de edad en los matrimonios y nieta de la anciana. Si esto fuera así obtendríamos, no sin algún riesgo interpretativo, unas resonancias simbólicas referidas al tema de las tres edades, o sea, al paso del tiempo, intensificado por la referencia al nacimiento, o incluso al anterior momento de la vida fetal, del origen, con el motivo añadido de la renovación perpetua gravidez de la muchacha y del árbol. La itinerancia a la que están obligados los tres aldeanos sería trasunto del camino de la vida, y el paisaje armonioso y envolvente transcendería el mero lugar geográfico para representar el lugar de la existencia, panteistamente fundido, como el aire, la niebla o la luz, a los tres personajes. Lo que es evidente es la conexión entre la vida y la muerte en la figura de la joven, pues parece ser la encargada del rito en ese momento, ya que la cesta descansa a sus pies esta correspondencia queda establecida por una marcada diagonal que une la cesta con el árbol, con lo que al menos el simbolismo de la continuidad de la vida sobre la muerte está claramente contenido en la imagen.
Es cierto que el dibujo dedica su gran capacidad expresiva por un lado a describir con precisión a unos personajes, unos atuendos y unas costumbres, en donde reside el aspecto naturalista de la obra, y al mismo tiempo a crear ritmos complejos y de gran intensidad lírica, muy orientales y sofisticados, que alcanzan su mayor virtuosismo en el paraguas y en el manzano. Pero el color, la atmósfera cromática, a pesar de los límites que impone el dibujo, lo envuelve todo con tal intensidad, que establece una unidad profunda, la fusión de las figuras con el espacio luminoso, y parece desbordar del propio lienzo; y es probablemente lo que más contribuye a conseguir el alto grado poético de la pintura, y lo que tiene en la obra la máxima deuda con el impresionismo. Naturalismo, impresionismo y simbolismo se alían en ella, pues, para hacerla particularmente significativa dentro del pensamiento del autor. De promesa sufrió una restauración por parte del pintor Julián de Tellaeche (1884-1957) en 1947. [Javier Viar]
Bibliografía seleccionada
- González de Durana, Javier. Adolfo Guiard : estudio biográfico, análisis estético, catalogación de su obra [Cat. exp.]. Bilbao, Museo de Bellas Artes de Bilbao ; Caja de Ahorros Vizcaina, 1984. p. 156, n° cat. 91.
- Centro y periferia en la modernización de la pintura española, 1880-1918 [Cat. exp.]. Madrid, Minsterio de Cultura, 1993. pp. 408, 429, n° cat. 147.
- La mirada del 98 : arte y literatura en la Edad de Plata [Cat. exp.]. Madrid, Ministerio de Educación y Cultura, 1998. pp. 92-93, n° cat. 41.
- Encina, Juan de la. La trama del arte vasco. Bilbao, Museo de Bellas Artes de Bilbao, 1998. s. p. (con el título La vuelta de la iglesia y como propiedad de Ramón de la Sota).
- De Goya a Gauguin : el siglo XIX en el Museo de Bellas Artes de Bilbao [Cat. exp.]. Bilbao, Museo de Bellas Artes de Bilbao, 2008. pp. 459-462, n° cat. 100