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En 1887 Guinea regresó a Bizkaia, estableciéndose en Lekeitio. Y aquí, en contacto con la mar, los caseríos y las gentes de la apacible localidad costera, retomó la temática costumbrista vasca, abandonada durante su segunda etapa italiana. Desde comienzos de la década en Bilbao se venía forjando una corriente de opinión favorable a la adopción de temas propio del País Vasco por los pintores locales residentes en Roma, en detrimento de las costumbres, paisajes, tipos y hechos históricos extranjeros, que aquí no despiertan la simpatía y el deseo de adquisición que despertarían los de asunto español y más aún de asunto vascongado. A ella se sumó Guinea en sus composiciones de finales de los años ochenta.

No obstante, estas escenas, serían deudoras del tratamiento que Guinea había dado al género en Italia. La influencia más evidente se advierte en la adecuación de soluciones que convertían directamente a los pescadores napolitanos en vascos, o en el empleo de aquellos tiposs humanos que habían protagonizado sus anteriores composiciones, como es el caso del ideal femenino de cara ovalada y grandes ojos negros, que parece trasplantado, por ejemplo, de Recuerdos de Capri (1884) a este Idilio en Arratia.

Este parentesco motivó la crítica del escritor Miguel de Unamuno, que el mismo año, casi el mismo mes, en que Guinea firmaba la obra que nos ocupa, afirmó, refiriéndose a las obras de los pintores educados en Madrid o en Roma, que no tienen la culpa nuestras aldeanas de que en algunos cuadros parezcan italianas disfrazadas.

Sin embargo, no todos pensaban igual que Unamuno. Para el anónimo crítico que juzgó Idilio en Arratia el día de su presentación en sociedad, la pintura vasca estaba de enhorabuena, pues los días de esos aldeanitos de Nacimiento de cartón veían su fin. Hasta la fecha hemos visto aldeanos falsificados, máscaras de Carnaval, muñecos con trajes de campesino; esto es ya dar a conocer lo que son nuestros aldeanos y el espíritu que los vivifica, escribió entusiasmado.

El argumento del cuadro es de una gran sencillez. Frente a un típico caserío arratiano, con su escalera exterior y el horno de pan adosado, una muchacha bate el lino y se sonríe ante las historias que le cuenta el joven sentado a su izquierda mientras lía un cigarrillo. La candidez de la escena ciertamente parece inspirada por la obra de Trueba, plagada de edulcorados cuentos protagonizados por el campesinado vasco, y para plasmarla Guinea se sirvió de una composición habitual en la pintura italiana a la hora de representar los idilios campesinos: los amados se encuentran separados por algún elemento que garantice la castidad de su relación (generalmente una valla, y en este caso, la baranda de la escalera).

Por otro lado, al margen de la separación física de sus protagonistas, el cuadro fluctúa entre el Guinea romano y el Guinea parisino que todavía no ha viajado a París. Al fin y al cabo, es una obra de transición en la que habita la paradoja estética que simboliza al Guinea inquieto, deseoso de renovar su pintura. El primer plano, más sombrío, sólidamente dibujado y modelado mediante el claroscuro, es netamente romano, mientras al fondo, en la breve perspectiva que se abre a los montes, encontramos ya a un Guinea moderno. La influencia de Adolfo Guiard], con el que pintaba asiduamente en estos años, aflora en los verdes limpios y los malvas, y en la pincelada ejecutada con soltura.

En cuanto al propietario del cuadro, éste perteneció a Antonio Plasencia, amigo personal de Guinea y destacado coleccionista de su obra. Mantuvieron siempre un estrecho contacto, e, incluso, Plasencia actuó en varias ocasiones como representante del pintor en sus ausencias de la Villa. En 1914 donó Idilio en Arratia al Museo de Bellas Artes de Bilbao. (Mikel Lertxundi)

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